martes, 19 de abril de 2011

Partido 2, la inevitable soledad del pitido

Rasga el aire, durante tres segundos, un pitido molesto. También finito. Una sombra funesta avanza hacia la línea paralela con el banquillo. Se para a la mitad. Un saludo breve con los jugadores. No hay apenas contestación. Eres el enemigo. Ni al principio, ni al final. Nadie será cómplice de la justicia *[(in) justicia]. Si acaso, los mayores, y por compromiso, comienzan aprentado la mano para intentar espantarse los perjuicios interpretativos. Es la señal de que todo va a comenzar.

Un dedo afirmativo se cruza con una aseveración desde la mesa de anotadores. La bola arriba... Y a correr. Primeros segundos. Aquí ya estás solo, se acabaron las escenas pseudo realistas de comprensión, las conversaciones limitadas y sobre todo frías con los entrenadores, sobre fichas, números y capitanes, jugadores que faltan y que nunca vendrán, quejas varias sobre a saber qué... porque el contacto es inevitable entre los diez jugadores. Y, ahí, no existen las comprensiones, existen las reacciones.

Una vez más, y tantas veces como sean necesarias, el pitido cortará la inocencia del juego. Solo una interpretación es válida, y eso no quiere decir que sea la correcta. Solo cabe tomar una decisión. Como dice el viejo refrán, somos dueños de nuestras palabras pero esclavos de nuestros silencios. En el baloncesto, el árbitro es totalmente dueño de sus decisiones y claramente esclavo de sus errores. No importan otros aspectos. El error se ve claramente. El error se castiga, el acierto se obvia. Es así de justo *[(in) justo] el deporte.

Hay compañeros que directamente acaban su labor y no son capaces de ver nada más de baloncesto. Se puede decir, que acaban tan quemados por las protestas, quejas, insultos, *(remordimientos), que solo quieren desaparecer del mundo de la canasta cuando acaban sus partidos, tomándose su propia venganza contra el baloncesto, aquel que les condena a ser lobos solitarios y objeto de críticas y ataques por el resto de componentes del partido. En realidad, nunca he visto a ningún árbitro contento después de un partido. Más bien, todos solemos contagiarnos del mal ambiente que va creando el equipo que pierde. En los primeros cuartos esto es imperceptible. En el descanso piensas que estas haciendo el partido de tu vida. En el minuto 40 estás totalmente convencido de haber hecho un partido lamentable.

Yo no creo en revanchas con el baloncesto. Ya sabes a lo que te expones cuando decides arbitrar.

A mí me está valiendo para aprender a aprender (valga la redundancia) a aceptar las críticas de los demás, a tener que ser dialogante por cojones en discusiones artificiales provocadas por la naturaleza demoníaca del propio juego (unos ganan, otros pierden), a concentrarme únicamente en hacer bien mi parte, de la que después se me podrán exigir responsabilidades.

Pero no voy a negar que también salgo con una mala hostia de flipar después de un partido.

Un hombre de más de 35 años, después de marcarle los dedos a otro hombre de entre 30 y 40 años, intentará convencerte de que la situación ha sido al revés. Lo peor de todo es que se creen sus propias estratagemas para confundirte.

Al final del todo intento aislar las situaciones. Saber distinguir entre qué fue baloncesto, qué fueron errores, qué fueron aciertos, qué fueron maniobras de distracción.

Cuando me pongo la chaqueta para volver a casa, ya no soy árbitro, solo un amante más del baloncesto que elijió una tarea sucia de su deporte. He decidido cuál va a ser mi perfil de árbitro. Lo tengo casi pulido. Seré conversador en bajito con los respetuosos, pasota con los distrayentes y malo de la película con los tontolavas, aquellos que se piensan que lo saben todo de todas las cosas, que desprecian la labor de los demás sin juzgar nunca la suya propia. Con esos seré un poco malvado... sin gritar, pero a mi estilo, jodiendo desde la sombra.


domingo, 17 de abril de 2011

Partido 1, el arte de contemplar

Cuando la pelota ocupa su puesto, el silbato de forma mágica inicia un mecanismo imparable hacia una nueva jugada. En ocasiones, lo imprevisible triunfa, pero la mayor parte de las veces el baloncesto se convierte en una jugada matemática de una precisión absoluta.
Me explico. El baloncesto lo forman cientos de sistemas aritméticos distintos, en los que siempre hay diez variables móviles (los jugadores), y una variable constante (la pelota). TODOS los sistemas tienen sus posibilidades de acierto y sus posibilidades de fallo. A partir de ahí, puede haber conjunciones infinitas para llegar al desenlace.

La magia consiste en observar pequeñas historietas de apenas 24 segundos, en las que siempre hay un protagonista (el atacante), y varios antagonistas (el defensor y el árbitro, que puede desequilibrar la ecuación mágica de la pizarra en cualquier momento). Durante el camino se crea una trama bastante compleja de espacios, cortes, divisiones a canasta, inversiones, sobrecargas, pantallas y bloqueos directos e indirectos, pases picados, e incluso jugadas por encima de la canasta (en niveles avanzados, en novelas baloncestísticas muy cercanas a la ciencia y ficción)... hasta ahí la parte creativa del sistema infinito de ecuaciones. Después, aparece la parte destructiva de todo el complejo sistema. A saber: pasos, dobles regates (dobles), faltas en ataque, en defensa, técnicas por protestar, al banquillo, al entrenador, a un jugador, campo atrás, final de posesión, alternancia de posesión, etc.

Es un deporte precioso, y, sobre todo, preciso. El baloncesto corona a sus propios heroes. De antemano nadie sabe quién lo será. En otros deportes es fácil saberlo, porque las posiciones avanzadas o pivotes meten los goles, y los de atrás solo tienen que defender. Sin embargo, el baloncesto convierte a todas sus piezas en potentes armas ofensivas o defensores audaces, porque todo el mundo tiene que hacer de todo. Si falla una pieza se acaba la trama. Por eso, el juego en equipo domina el partido y en ocasiones, los dibujos imaginarios rozan lo artístico, lo poético diría yo, en algunos casos. En este deporte, hay alfiles que te matan desde fuera, torres que destruyen en la pintura, pequeños peones que dirigen al grupo hacia el jaque mate, hacia ese tiro perfecto que culmina un sistema. Es el apoteosis de los juego en equipo, porque cumple rigurosamente la definición perfecta de este concepto.

Cuando la pelota hace chof!! al contacto con la red, la pequeña historia termina. Cuando la pelota vuelve al suelo, el escenario cambia, cambian los decorados y los antagonistas se vuelven protagonistas. Alguien gritará desde el medio campo... LA ELE!! y los peones, torres y alfiles se pondrán a trabajar. Si el contrario los diluye, otro sistema entrará en juego. PUÑOS!! (por ejemplo). Nuevos movimientos y el suspense de saber si la historia es vendible o no. Un error o un acierto depende de ello.

Y así, de 24 en 24, durante 40 minutos, los tiempos muertos volarán, los descansos serán discusiones de 10 jugadas o más, que todos han memorizado y habrán interrogatorios fuertes, muy duros, de los de responder que hacías en la posición tal a las 13 y tantas de la tarde. Si no hay justificación, la fría madera del banquillo se convertirá en tu compañera de celda, habrás perdido tu pequeña partida individual, aunque el juego no parará por nada del mundo. Héroes y villanos sin premeditación. El arte de lo imprevisible individualmente en un juego que vive, precisamente, de no improvisar en absoluto.